El lugar común de que los
extremos se tocan puede llegar a ser cierto en algunos casos. La noche del
siete de noviembre, un grupo de falangistas se concentró en la Plaza de la
Ópera para manifestarse a favor de la unidad de España. Los más jóvenes, uno
con una lata grande de Mahou Clásica en mano, cantaban consignas contra el
separatismo con su brazo derecho alzado al mejor estilo hitleriano, mientras que
los más adultos ondeaban sus banderas nacionales con el mayor de los orgullos.
Cerca de las 20:22, un chico de
las juventudes falangistas subió a la tarima para dirigirse a sus camaradas. Al
tomar la palabra fustigó a los que acusó de ser culpables del separatismo y sus
cómplices. “Cuando Telecinco coloca en su pantalla a caricaturas del
españolismo como Belén Esteban está colaborando con el separatismo”.
A medida que avanzaba su
discurso, los partidarios de sus ideas se acaloraban más en medio de la noche
otoñal. Luego el fustigado fue el presidente Mariano Rajoy, por la supuesta
permisividad que ha tenido con los movimientos independentistas. Lo que vino a
continuación hizo que viajara a la Caracas de 1998. El muchacho calificó de “podrido”
el sistema bipartidista español y lo culpó de la crisis reinante en la
actualidad.
Se encienden las alarmas. La todavía joven democracia española puede verse amenazada por la
sombra del mal encausado hastío de los ciudadanos. Si un grupo de muchachos de
ultraderecha coincide con su lado opuesto en acabar con la llamada “casta”, es
un indicativo de que los partidos tradicionales deben hacer algo urgente para
conservar el estado de derecho, la independencia de poderes y la libertad de
expresión: en fin, la democracia.
En Venezuela, en 1998, Hugo Chávez,
un outsider, autor de la intentona golpista de 1992, llegó a la presidencia
gracias a un grupo de la población que se había alejado de los partidos a los
que durante décadas apoyaron con firmeza. El electorado se inclinó por opciones
radicales y antisistémicas. Se incrementó el grupo de ciudadanos que se
declaraban independientes y apolíticos (no interesados en la política), y los
partidos tradicionales perdieron su credibilidad como instituciones
intermediarias entre el Estado y la Sociedad Civil.
Hoy, 16 años después Venezuela
está sumida en la más grande miseria de su historia. Un grupo de militares
logró destruir la democracia más estable de América Latina usando al mismo sistema para
implosionarla. Una vez en el poder no lo
soltaron hasta hoy. Los venezolanos que estamos en España no queremos el mismo
destino para la tierra que nos ha acogido. Es nuestro deber alertar a los más jóvenes,
a la clase media y en especial a los dueños de medios para que contribuyan con
la conservación de la democracia.
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